Vicente Nevárez Rojas
¡Me importa un carajo!
Cuando la autoridad pública, cualquiera
que esta fuere toma distancia con las buenas costumbres y preceptos morales que
rigen el convivir de una comunidad, sus deberes suelen transformarse en
infamias y arbitrariedades donde la política se impone sobre lo ético creando
un desequilibrio social.
El mal uso del poder como
práctica de intercambio social es una conducta basada en la relación de mando
jerarquizado y desigual. La posición política anclada en el nivel económico de
quienes lo ostentan es, en buena medida -eventualmente-, su mejor y primario impulso.
Una sociedad puede verse alterada
si a falta de valores éticos se degenera la conducta de sus miembros; o se
deterioran éstos y se pierde de vista el límite del respeto entre gobernantes y
gobernados. Deberíamos tener presente que una colectividad puede ser y, de
hecho lo es, influenciada por prácticas constantes de actos, para bien o para
mal o, acaso y, lo que es peor, degraden nuestra civilidad.
Cicerón decía que “Los que se
ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra, introducen en la
patria una gran calamidad: la sedición y la discordia, de donde resulta que
unos se presentan como amigos del pueblo y otros como partidarios de la
nobleza; muy pocos favorecen el bien de todos”.
Que una determinada autoridad de
la función pública no comparta ciertas disposiciones a partir de normativas que
conforman el estado de derecho que nos rige, no supone otro –ni remotamente-
por encima de éste para desobedecerlas. Después de todo, el principio de
obediencia a la ley, no es más que la adaptación que hemos convenido en
sociedad para que sea aplicada a cada situación política o administrativa que
no debe ser cuestionada conforme a nuestros antojos.
Parece ser que no es el conjunto
de normas lo que garantiza un proceder irreprochable al poder político, sino el
necesario fortalecimiento de valores y convicciones basados en el principio
mismo de la relación ético-político.
El desacuerdo producido como
consecuencia de la colocación de un monumento supone algunas interrogantes: ¿Su
erección en legítimo derecho de los que así lo estiman? ¿El homenaje póstumo de
lo que en él se rememora? ¿La elección del sitio donde deba y pueda ser
instalado? o, finalmente, la demostración de quien manda en la comunidad.
Aquella exclamación de que no se
obedecerá a jueces corruptos, sólo tiene cabida en la irracionalidad, porque
éstos son apenas instrumentos de la justicia, investidos -temporalmente- de la
potestad jurisdiccional; ejercen la aplicación de sus normas y, son jurídicamente
-sumados a otras personas-, un órgano judicial y, por tanto, no acatar sus
fallos, se imputa como delito por desobediencia a la ley.
Que le importe un carajo que lo
echen del puesto si las consecuencias es la convulsión ciudadana, en opinión de
quien lo dijo, es de por si todo lo contrario. Es una rueda de molino con la
que es difícil comulgar.
Maquiavelo en su perturbada forma
de desprestigiar a la democracia aconsejaba una república compuesta por una
comunidad de espíritus contrapuestos: el del pueblo y el de los grandes, más la
nuestra es, unitaria, intercultural, plurinacional y laico. Un Estado
constitucional de derechos y justicia social, democrático, soberano e
independiente. ¡Qué no se olvide!
Artículos sobre turismo del mismo autor haciendo clic en: turismo y recreación
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