jueves, 8 de noviembre de 2012

Publicado por el semanario EL NUEVO GLOBO de Bahía de Caráquez



Vicente Nevárez Rojas

¡Me importa un carajo!

Cuando la autoridad pública, cualquiera que esta fuere toma distancia con las buenas costumbres y preceptos morales que rigen el convivir de una comunidad, sus deberes suelen transformarse en infamias y arbitrariedades donde la política se impone sobre lo ético creando un desequilibrio social.
El mal uso del poder como práctica de intercambio social es una conducta basada en la relación de mando jerarquizado y desigual. La posición política anclada en el nivel económico de quienes lo ostentan es, en buena medida -eventualmente-, su mejor  y primario impulso.
Una sociedad puede verse alterada si a falta de valores éticos se degenera la conducta de sus miembros; o se deterioran éstos y se pierde de vista el límite del respeto entre gobernantes y gobernados. Deberíamos tener presente que una colectividad puede ser y, de hecho lo es, influenciada por prácticas constantes de actos, para bien o para mal o, acaso y, lo que es peor, degraden nuestra civilidad.
Cicerón decía que “Los que se ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra, introducen en la patria una gran calamidad: la sedición y la discordia, de donde resulta que unos se presentan como amigos del pueblo y otros como partidarios de la nobleza; muy pocos favorecen el bien de todos”.
Que una determinada autoridad de la función pública no comparta ciertas disposiciones a partir de normativas que conforman el estado de derecho que nos rige, no supone otro –ni remotamente- por encima de éste para desobedecerlas. Después de todo, el principio de obediencia a la ley, no es más que la adaptación que hemos convenido en sociedad para que sea aplicada a cada situación política o administrativa que no debe ser cuestionada conforme a nuestros antojos.
Parece ser que no es el conjunto de normas lo que garantiza un proceder irreprochable al poder político, sino el necesario fortalecimiento de valores y convicciones basados en el principio mismo de la relación ético-político.
El desacuerdo producido como consecuencia de la colocación de un monumento supone algunas interrogantes: ¿Su erección en legítimo derecho de los que así lo estiman? ¿El homenaje póstumo de lo que en él se rememora? ¿La elección del sitio donde deba y pueda ser instalado? o, finalmente, la demostración de quien manda en la comunidad.
Aquella exclamación de que no se obedecerá a jueces corruptos, sólo tiene cabida en la irracionalidad, porque éstos son apenas instrumentos de la justicia, investidos -temporalmente- de la potestad jurisdiccional; ejercen la aplicación de sus normas y, son jurídicamente -sumados a otras personas-, un órgano judicial y, por tanto, no acatar sus fallos, se imputa como delito por desobediencia a la ley.
Que le importe un carajo que lo echen del puesto si las consecuencias es la convulsión ciudadana, en opinión de quien lo dijo, es de por si todo lo contrario. Es una rueda de molino con la que es difícil comulgar.
Maquiavelo en su perturbada forma de desprestigiar a la democracia aconsejaba una república compuesta por una comunidad de espíritus contrapuestos: el del pueblo y el de los grandes, más la nuestra es, unitaria, intercultural, plurinacional y laico. Un Estado constitucional de derechos y justicia social, democrático, soberano e independiente. ¡Qué no se olvide!
  
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