Vicente Nevárez Rojas
De la verdad a los argumentos

Pero hay argumentos que se
esgrimen como prueba para justificar algo como acción lógica en lo jurídico,
filosófico, político o algún punto de vista de la vida cotidiana. Su validez,
en muchos casos, guarda estrecha relación con el grado de interés de los
interlocutores acostumbrados a una retórica que parece no falsear la verdad;
tienen la medida de una autoestima y ansiedad que se robustece a la hora de esperar
ser persuadidos.
A falta de argumentos, hay
quienes se inclinan por una comunicación que, toma en cuenta a la emotividad,
más que al conocimiento que se mezcla con el interés de una acción dirigida a
fines determinados.
Es más o menos en este marco que
trato de entender expresiones y acciones de políticos y de algunos medios de
comunicación que, estropeando realidades soportadas en acontecimientos que
recoge la historia cercana, nos quieren sorprender cual si fuéramos embelesados
espectadores de algo desconocido.
Si en verdad no comparto con
ciertas formas y maneras de responder a un detractor, no dejo de considerar la
necesidad de no permitir, bajo ningún concepto, el que se pase por alto una
mentira por inapreciable que parezca; la ruindad que ésta procura, puede esconder
un daño irreparable.
Se dijo en un auditorio que
recién a los 5 años se acordaban de los pobres que, cobra sentido para quienes,
abstraídos en el negocio de la banca y de grandes empresas -que ahora eufemísticamente
se autodenominan “emprendedores”- ajenos a una realidad que no ha sido parte de
su cotidianidad, no se percataron, peor se informaron –si es que no hay
perversidad oculta- de un gobierno que desde sus inicios puso por delante su
compromiso de acabar con esa realidad pretérita llamada pobreza.
No merece mayor comentario
alocuciones o discursos que sólo tienen como fin lograr por simpatía,
adhesiones sin importar su contenido, como tampoco se debería dar pábulo a
publicaciones mediáticas acompañadas de encono que, no midiendo consecuencias, se
atropellan principios constitucionales, que han sido acordados soberanamente.
Y muy al contrario de lo que
juzgan los cursilones adueñados de una falsa decencia, debemos asistir a
nuestros hijos enseñándoles a distinguir lo bueno de lo malo; lo honesto de lo
facineroso; la verdad de la mentira; la excelencia de la mediocridad; la virtud
de la concupiscencia; lo digno de lo ruin y la basura de la higiene, entre
otras comparaciones útiles para adjetivar con propiedad cosas y personas que se
lo merezcan.
En cierta ocasión, Diógenes
–filósofo griego- mientras buscaba confraternizar con otros hombres, se le
acercaron algunas personas a las que, las escupió y les dijo: “he dicho hombres, no basura”. ¿Les
recuerda algo?
“Hoy,
como ayer, estamos más preocupados por la imagen, por las apariencias, que por
el modo de ser y por la verdad sobre nosotros mismos”. (Diógenes)
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