Vicente Nevárez Rojas
A propósito de firmas, derrotados y mediocres en decadencia
Los
últimos acontecimientos referidos a firmas de auspicio a movimientos y partidos
políticos, declaraciones estentóreas de políticos nostálgicos y otros desvaídos
persistentes, en un marco de podredumbre, me lleva a rememorar las sentencias
de Ingenieros que con su acostumbrado estilo develaba los espíritus ocultos de
los mediocres que, teniendo más de ignorantes que de maldicientes, no son menos
peligrosos por eso.
La maledicencia (Fragmentos) Por: José Ingenieros

Los
mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a esa amable
tolerancia mientras se mantuvieran a la capa; cuando renuncian a imponer sus
rutinas son sencillos ejemplares del rebaño humano, siempre dispuestos a
ofrecer su lana a los pastores. Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior
jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de sus
desafinamientos.
Tórnanse
entonces peligrosos y nocivos. Detestan a los que no pueden igualar, como si
con sólo existir los ofendieran. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden
rebajarlos: la exigüidad del propio valimiento les induce a roer el mérito
ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que
nunca es más vil la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al
doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al
villano del gentilhombre.
Los
lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes no saben envenenar la
vida ajena.
…El
maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la
impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta
desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de
hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar
lo que converge a la detracción.
Dice
distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el
bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada;
inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios
irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor
espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.
…Nada
teme el maldiciente al sembrar sus añagazas de esterquilinio; sabe que tiene a
su espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada vez que un
espíritu omiso los confabula contra una estrella.
…Las
lenguas más acibaradas son las de aquellos que tienen menos autoridad moral,
como enseña Moliére desde la primera escena de “Tartufo”:
“Aquellos en quienes la conducta
se presta más a risa, son siempre los primeros en hablar mal de los demás”.
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