viernes, 17 de agosto de 2012

Publicado por el semanario EL NUEVO GLOBO de Bahía de Caráquez














Vicente Nevárez Rojas

A propósito de firmas, derrotados y mediocres en decadencia
Los últimos acontecimientos referidos a firmas de auspicio a movimientos y partidos políticos, declaraciones estentóreas de políticos nostálgicos y otros desvaídos persistentes, en un marco de podredumbre, me lleva a rememorar las sentencias de Ingenieros que con su acostumbrado estilo develaba los espíritus ocultos de los mediocres que, teniendo más de ignorantes que de maldicientes, no son menos peligrosos por eso.

La maledicencia (Fragmentos)                           Por: José Ingenieros

Si se limitaran a vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación y a la alabanza. Circunscritos a su órbita, serían tan respetables como los demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no podría exigírseles que treparan las cuestas riscosas por donde ascienden los ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de los espíritus privilegiados, que no la rehúsan a los imbéciles inofensivos. Estos últimos, con ser más indigentes, pueden justificarse ante un optimismo risueño: zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la vida menos larga, divirtiendo a los ingeniosos y ayudándolos a andar el camino. Son buenos compañeros y depositan el., bazo durante la marcha: habría que agradecerles los servicios que prestan sin sospecharlo.
Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a esa amable tolerancia mientras se mantuvieran a la capa; cuando renuncian a imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del rebaño humano, siempre dispuestos a ofrecer su lana a los pastores. Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de sus desafinamientos.
Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. Detestan a los que no pueden igualar, como si con sólo existir los ofendieran. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos: la exigüidad del propio valimiento les induce a roer el mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentilhombre.
Los lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes no saben envenenar la vida ajena.
…El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.
…Nada teme el maldiciente al sembrar sus añagazas de esterquilinio; sabe que tiene a su espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada vez que un espíritu omiso los confabula contra una estrella.
…Las lenguas más acibaradas son las de aquellos que tienen menos autoridad moral, como enseña Moliére desde la primera escena de “Tartufo”:
“Aquellos en quienes la conducta se presta más a risa, son siempre los primeros en hablar mal de los demás”. 
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