sábado, 26 de enero de 2013

Publicado Enero 1 del 2013












Vicente Nevárez Rojas

Las premoniciones de Pablo Lucio

Don Pablo Lucio Paredes en su muy prístina forma de expresarse, nos alerta sobre el daño que pudiera perennizarse o extenderse en caso de ser reelegido el economista Rafael Correa Delgado como Presidente del Ecuador. Lo hace en su columna de interés proselitista, más que de opinión, como él mismo intrínsecamente lo admite, al manifestar que, para evitarle contratiempos a “El Universo”, publicaba -su desbordado deseo- en tiempo no electoral.
Los desacuerdos que tengamos como seres pensantes, respecto de acciones y maneras de gobernar, o entender el servicio público, nunca han estado en discusión, y es en la medida de nuestras capacidades que va a depender hacer notar los equívocos ajenos, pero siempre, con argumentos libre de ponzoña, si es que no queremos perder objetividad.
Alguna vez, el articulista en mención me manifestó -en un vuelo de avión que tal vez no recuerde-  que la redistribución del FEIREP mentalizado por el entonces Ministro de Economía Rafael Correa, estaba bien como actuación para el aplauso, pero que en realidad era algo así como un desatino irresponsable que nos podía llevar al aumento de un gasto público desmesurado del que difícilmente pudiéramos recuperarnos.
Al no ser un experto en economía -soy arquitecto- no respondí, ni contradije nada, sólo que, me quedó la sospecha de que había, en esa “actuación”, -de Correa- una realidad que debía ser enfrentada, no para los aplausos, sino, por llegar más lejos con la intención por encima de cualquier tentación de gloria. Aquel comentario lo percibí como un apresurado juicio de valor premonitor que, tenía como insumo, el tradicional y sesgado manejo del Estado con las empresas transnacionales.
Desde entonces el doctor Paredes ha dedicado buena parte de sus artículos de opinión a detractar al gobierno de la Revolución Ciudadana que, en una tarea abarrotada de encono y maledicencia discurre sin disimulo su animosidad  ideológica, al límite de un horizonte que recuerdan sentencias que, José Ingenieros, desvelador de “el hombre mediocre”, escribiera:
“El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Parece tener mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ella destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosidad urticante de su falso loar es el máximum de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquier; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde los mediocres se empampanan de vanidad si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su madurez estéril, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira a desquitarse con las frágiles compensaciones de la zangamanga a ras de tierra”.
Y es concluyente cuando dice: “El motivo de la envidia se confunde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo fenómeno”.
Por eso es posible que la valoración que se dé a una cualquiera detracción, caiga en el plano de la subjetividad, dado a que quien la hace aprecie a los demás, desde su molestia y concepto que tiene de sí mismo, o camine extraviado, dejando oculto su homenaje a la excelencia.